Sobre el aparcamiento de la Contienda, se alza esta terna de pinos negros vigilando cada movimiento. Resisten al paso del tiempo, de las nevadas, de los temporales; sobreviven a las carreteras, a las fronteras, al hombre.
Otean desde su púlpito el cíclico viaje de las grullas, el vuelo torpe del urogallo, el paseo zigzageante del zorro.
Permanecen hieráticos ante el discurrir de las nubes sobre sus copas. Se impregnan de la niebla otoñal y de la resina que exudan en verano. Nada les conmueve. Sólo permanecen.