El fotógrafo nocturno, guapo y calvo, sale del vehículo apracado a unas decenas de metros del lugar escogido como escenario a retratar. Antes de que anocheciera había montado ya los trastos (cámara y dos focos sobre los trípodes). Tras realizar las primeras pruebas de luz con el primero de los focos, se dirige hacia el segundo que se encuentra en el límite de un pinar cercano. Llegando a la sombra del bosque, un gruñido le recibe. El fotógrafo nocturno, guapo y calvo, se clava en el sitio. Otro paso... y otro gruñido un paso más cercano. Mano al bolsillo tal que pistolero del farwest a desenfundar la linterna. Dispara el fotógrafo nocturno, guapo y calvo, y la noche desaparece en unos metros por delante. No hay monstruo a la vista aunque se oye al ogro de las tineblas. El foco queda a tres metros todavía. Poca distancia... o demasiada. Será una jabalina con sus crías?... mal asunto. Quizas un macho de 100 kilos. Peor.
El fotógrafo nocturno, guapo y calvo, hace otra consideración: ¿hay algo más hermoso que una fotografía nocturna tomada con un solo foco?
Otro gruñido interrumpe las disquisiciones del artista. Que sea lo que haya de ser. Con falso gesto de despreocupación y con aire de despistado profesional, el fotógrafo nocturno, guapo y calvo, alcanza el foco y se consuela momentaneamente con que ya tiene algo para defenderse. Un trípode de plástico chino de 22 euros resulta ser un consuelo.
Dos horas duró la sesión de trabajo. Dos horas mirando hacia atrás más que al cielo estrellado. Al menos el fotógrafo, calvo y guapo, obtuvo un par de imágenes.